martes, 2 de febrero de 2010

Lo positivo de las crisis.


foto Armando Bajares
De la crisis de la sequia
florece el Araguaney
que pierde hojas
al amanecer

De flores amarillas
cubre las montanas
enbelleciendo mil caminos
sabanas y prados.






by Albert Einstein

“No pretendamos que las cosas cambien si siempre hacemos lo mismo”.

La crisis es la mejor bendición que puede sucederle a personas y países porque la crisis trae progresos.

La creatividad nace de la angustia como el día nace de la noche oscura.

Es en la crisis que nace la inventiva, los descubrimientos y las grandes estrategias.

Quien supera la crisis se supera a si mismo sin quedar “superado”. Quien atribuye a la crisis sus fracasos y penurias violenta su propio talento y respeta más a los problemas que a las soluciones. La verdadera crisis es la crisis de la incompetencia. El problema de las personas y los países es la pereza para encontrar las salidas y soluciones.

Sin crisis no hay desafíos, sin desafíos la vida es una rutina, una lenta agonía. Sin crisis no hay méritos. Es en la crisis donde aflora lo mejor de cada uno, porque sin crisis todo viento es caricia.

Hablar de crisis es promoverla y callar en la crisis es exaltar el conformismo. En vez de esto trabajemos duro. Acabemos de una vez con la única crisis amenazadora que es la tragedia de no querer luchar por superarla.


Limpiando la sombra de Caracas

foto Armando Bajares


BY Toto Aguerrevere
Cuando yo era chamo, el non plus ultra de los paseos escolares era ir a cinco localidades: el Parque del Este, el Teatro Tilingo, el Metro de Caracas, la molécula del Museo de los Niños (en verdad era tooodo el museo pero la molécula era el cenit) y a lo que hoy es la Torre CorpBanca. Éste último me confunde pues no recuerdo para que nos mandaban allá en autobús amarillo pero si solamente fue para ver la escultura rosado chicle de Barrios entonces me contenta. Hasta el sol de hoy, sigue siendo una de mis esculturas favoritas. Esto era lo moderno, lo nuevo en Caracas. Lo que hoy uno recuerda junto con el dibujo de la papelera sonriente y los mensajes institucionales de “Cuidar es Querer.”

Lo demás era histórico. Lugares donde había que “portarse bien.” Esos eran sitios donde había que quitarse la gorra en señal de respeto o guardar silencio mientras alguien alto contaba una versión
child-friendly de porque estábamos ahí. Hoy me doy cuenta que ese alguien era mi papá, llevándome un sábado de bicicletas a Los Próceres o a La Casona o a ver el cuadro de Miranda en la Carraca o algún mausoleo en el Cementerio del Sur. Todo con su respectiva explicación para imprimir la importancia y el respeto que yo debía guardarle. Cuando era chamo me regañaban por mis malos modales en la mesa amenazándome con una pregunta: “¿dígame si el presidente de la Republica te invita a comer un día a su casa y tu comes así?” Hasta eso se respetaba. Hoy, dudo mucho que al Señor Presidente le importe como coma. O que me invite. ¡Que lástima! Porque yo como bien.

Después vino un sitio que logró combinar la curiosidad del entretenimiento con el respeto histórico: la inauguración del Teatro Teresa Carreño. Entrar a esa sala me producía y me produce el mismo efecto que entrar al Louvre: una imponencia histórica para gozármela pero que no debo tocarla “ni con el pétalo de una rosa.” Desde su entrada con la lluvia de palos amarillos encima mío, la cortina más grande que había visto, la señal de ansia por ver si alguien digno se sentaba en el palco presidencial y el sencillo entretenimiento de ver algo que mis papás decían “tenía que ver” porque en esta vida hay que saber de todo. Al sexto año consecutivo de El Cascanueces me rebelé pero jamás dejé de sentirme privilegiado porque yo vivía en una ciudad que tenía un teatro, y unos museos, y una molécula y un panteón y un metro y un McDonald’s con tejas moradas. Yo vivía en Caracas.

Con el tiempo aprendí que Caracas no era. Había sido. Me di cuenta de esto una vez caminando por la Quinta Avenida de Nueva York y ví en la fachada de una famosa joyería los nombres en acero de las ciudades donde esa tienda estaba ubicada. El nombre “Caracas” había sido removido hace algún tiempo. En su lugar solamente quedaba las manchas de mugre y sol que habían impreso en la pared la sombra de Caracas. Un recuerdo de algo que fue. Un 4,30 que no viví. Un remate de tiempos que no se aprovecharon para seguir construyendo cultura.

Hoy en día no visito los sitios que hicieron mi niñez. Caracas, sigue siendo mi
Tara pero también es mi Manderley. Sueño con ella pero no sé si alguna vez podré volver. Por eso me cuesta escribir sobre el privilegio de haber visto a Itzhak Perlman y a Gustavo Dudamel en el Teatro Teresa Carreño el miércoles pasado. Solo la falta de cortina, el resorte de una silla raída cuya ubicación era señalada por un papelito impreso a computadora y forrado en papel contact -cuando otrora habían sido de bronce- me indicaba que había pasado demasiado tiempo sin que nada se hubiese hecho.

Pero estar allí, a casa llena, en primera fila, con mi papá al lado mío, a la misma distancia de Perlman que lo estuvo el presidente Obama, sabiendo que solo me falta Yo-Yo Mah para completar el trío que tocó en la Inauguración presidencial estadounidense y ver un Stradivarius de cerca, me hizo pensar que el Teatro Teresa Carreño nunca me dejó a mi. Yo la dejé a ella. Ver a un venezolano menor que yo VIVIR a través de su batuta y sus rulos en el pelo, deleitarme con la multitud de violines y trompetas de otros muchachos, creando un entretenimiento único sin condición de partidos o majaderías, me hizo reflexionar que el arte no puede ser negociable. Se goza o no se goza. Tarde o temprano el aplauso falso deja de sonar. Siempre hay un niño que se da cuenta cuando el emperador está desnudo.

Gozarme a Mozart, colorear en el aire a Beethoven, aplaudir en ovación por diez minutos, llorar con la imposición de una medalla con los colores patrios al violinista y regresarme a mi casa con una sonrisa de noche perfecta, me hizo pensar que me falta tanto por aprender que no quiero seguir viviendo mi vida en un gueto mental y físico. Nunca es tarde para decidir hacer un plan de ciudad en la que quiero vivir. Sí, la inseguridad. Sí, la cuestión política, Sí, la imposición ideológica sobre el arte, Sí a mil razones que influyen. Y la respuesta también es
. Solo faltan las ganas de querer volver a visitar los sitios que me hacían feliz cuando era chamo.-

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